domingo, 1 de mayo de 2011

Las flores tambien nacen en invierno


Caía la lluvia en un frío día de invierno. Era una suave lluvia sobre Santiago, y yo salía del colegio. Tomaba el bus que me llevaría a mi casa, en la comuna de Maipú y como siempre, me sentaba atrás, para el lado de la ventana. Era costumbre ver las calles y las gotas en las ventanas, mientras mi joven mente iba soñando con cualquier cosa. Eran como las dos de la tarde y el viaje tomaba como cincuenta minutos en recorrer todo el camino. El bus iba casi vacío (como unas cinco personas), cuando subieron otras personas. No me había dado cuenta quien se había sentado a mi lado. Sentí, en cierto momento que se acercaba mucho a mi, pero creí que era porque habían sentadas más personas en aquel largo asiento al final del bus. Pero no era así. Al ver a mi lado, solo había una preciosa niña rubia de celestes ojos y no había nadie más cerca. Como el frío era más o menos fuerte, no puse oposición a que se me acercara...

Al bajar del bus, y encaminarme a mi casa a unas calles de ahí, mientras caí una fina lluvia de invierno, en la ventana de aquel bus del recuerdo, una niña rubia de ojos celestes se despedía de mi. Era 1984, y ese día de invierno, aprendí a enamorarme.



El Señor Müller y El Árbol de Limón


Cuando escribí este cuento, lo hice en base a recuerdos y sueños que había tenido. Guardé todas esas imágenes y sensaciones para poder escribir algo algún día. Ese día llegó cuando una amiga me contó lo de su abuelo, y en ese momento se me vinieron los recuerdos y sueños a mi mente, y comencé a escribir. Sabía que quedaba poco tiempo para que el señor Müller pasara al otro lado, y me esmeré en escribir mis recuerdos y sueños (y parte de la vida del señor Müller). El señor Müller no leyó esta historia, pero creo que supo que existía. Lo bonito es que este regalo (la historia me la regalaron desde el otro lado a través de los sueños) pudo llegar a sus familiares y amigos, y como tal, existe en la memoria de las personas, no como historia en sí, sino como parte de la vida del señor Müller. Ahora, el aroma del árbol de limón tiene para mi -y mucha gente- un cielo de color azul y el sonido de las risas de la infancia. Ya con eso me siento pagado.


***



Ya todo estaba hecho. La primavera, fuera de la casa, estaba durmiendo el invierno, pronta a despertar. El señor Müller miraba por la ventana, sentado en su sillón, perdido quizá en algún recuerdo de una vida de casi nueve décadas.
De vez en cuando, su meditación era interrumpida por algún familiar que llegaba a verlo; alguno de sus hijos; alguno de sus nietos o nietas; alguno de sus bisnietos.

«Hará un día hermoso, con aroma de primavera»

- Sí. Será un día hermoso – dijo, mientras se levantaba a saludar a los recién llegados. Con paso firme, aun mantenía esa imagen de viejo roble a pesar del cáncer. Su mirada tenía el brillo del niño que aun era por dentro.

- ¿Cómo estás, opapa?
- Bien… -respondió, mientras saludaba a sus nietos- Mañana será un lindo día.
- Así es… algo de viento norte, pero parece que ya bajó.

«Están esperando en el árbol de limón»

- ¿No quieres algo? -preguntó la nieta- No sé… un té a lo mejor.
- Sí. Tomemos el té, ahora que llegaron.

En la mesa, el cariño era lo que más había; era lo más importante. El cáncer era algo que todos sabían, pero nadie hablaba de ello. Sabían que ya eran los últimos tiempos de aquella etapa; de aquella etapa de la vida. Había sonrisas que solo las lágrimas engullían por dentro. Se aceptaba de cierta manera, pero aun era muy temprano para asumir una pérdida que no ocurría.

«Es el aroma de los limones… el aroma de la niñez»

- Quiero oler un limón – dijo de pronto el abuelo Müller – Hace tiempo que no siento el aroma de un limón.

Al ver al señor Müller oliendo el limón, todos sintieron el deseo de olerlo.
Por sus memorias cruzaron recuerdos del aroma del limón, pero querían olerlo también. De pronto, no había tiempo de tristeza, sino solo tiempo de vivir. La casa se llenó de tranquilidad y aquellas penas que se guardaban ya no tenían espacio en ninguno de los que estaban presentes.
Ese día fue espléndido, y la noche estaba estrellada de sonrisas y recuerdos.

«Hay que ir al árbol de limón. Ahí están los demás, esperando… será un hermoso día»

- Mañana será un lindo día para ir al árbol de limón –afirmó el señor Müller a los demás.
- Mañana lo pasaremos bien –dijo la nieta-. Si va toda la familia, será de esos días… Ahora a dormir, que mañana nos levantamos temprano.

«No debe haber tristeza. Las cosas ya están hechas, y se hicieron bien»

- No hay tristeza, por lo que vi hoy –dijo el señor Müller, pero no había nadie ahí. Todos habían ido a sus cuartos, y la casa ya estaba silenciosa, pero aun con la calidez de todos.

«Debes descansar. El día será hermoso y luminoso, y te veré corriendo hacia el árbol de limón»

El señor Müller comprendió que dar las buenas noches era lo que debía hacer, así es que pasó a darlas a cada uno; a cada uno de los hijos, nietos y bisnietos.

- Buenas noches, opapa –dijo uno de los nietos -. Mañana será un lindo día…

Él sonreía, mientras se dirigía a su cuarto. Iba a descansar para ver aquel hermoso día.
En su sueño, el señor Müller, convertido en niño, se comía las arvejas de la mata que su madre dejaba para semillas, y sentía su presencia en el lugar que solo le hacía sentir feliz; luego, bajo un luminoso día, resbalaba con sus amigos en el lodo de la colina, jugando camino al colegio. El cielo era de un azul muy limpio con un sol que brillaba e iluminaba todo. A lo lejos, su madre lo llamaba: «¡Willie! ¡Ya es hora de cruzar el arroyo!» Era una mujer saludable y joven, y su cuerpo brillaba con la luz que iluminaba todo. Ella sonreía, mientras le extendía su mano para cruzar el arroyo de cristalinas aguas, y el señor Müller corría dichoso para alcanzar la mano de una madre feliz.

Al día siguiente, en el pueblo había tristeza. La camioneta donde lo veían y saludaban, ahora estaba vacía. Pero el sol iluminaba el paisaje, las nubes eran blancos algodones que viajaban en el cielo azul, la brisa era fresca y viva, y la primavera llegaría cubriendo todo de verde nuevamente.

«Vamos –le decía su madre-, te dije que sería un hermoso día. Vamos… Cruzar el arroyo hacia el árbol de limón siempre es algo agradable. ¡Corre!»

Un niño corría feliz al árbol de limón; corría iluminado por una luz que también llegaba a todos aquellos que lo fueron a recibir; corría bajo un cielo azul y limpio como en la niñez; corría en una primavera que no se iría, así como tampoco se van aquellos que solo nos esperan al otro lado del arroyo… sonriendo bajo el árbol de limón.


FIN




miércoles, 6 de abril de 2011

ERA UNA TIBIA TARDE DE VERANO

Cuando escribí este cuento, en 2004 -en la ciudad de Puebla en México-, la idea en mi mente estaba en una ciudad al sur de Chile llamada Valdivia. La ciudad en sí no era el personaje principal, sino toda su gente. Los sueños de niño y la esperanza del presente para el futuro, se mezclan en esta historia que, más que ciencia ficción, es lo que surge desde mis recuerdos. Por eso, si es que hay que dedicar este cuento, entonces lo dedico a la gente que conocí en Valdivia; a la gente que vive ahí, y a la gente que vivió en esta ciudad, y que provenía de distintos puntos del país.
Entonces...


Dedicado a las personas de Valdivia, originales y afuerinos; y a los que aun no han perdido el don de soñar.



Era una tibia tarde de verano. Los árboles estaban frondosos y se respiraba esa frescura que despiden las flores frescas recién regadas. La aldea estaba tranquila, con su gente caminando en las riveras del río, como era la costumbre todas las tardes por esas fechas. Desde la cabaña, ubicada en un cerro en las cercanías de la aldea, se podían ver todas las casas y más allá de los límites establecidos. Límites establecidos por lo de la demografía. Se podía calcular en unos trescientos habitantes el total de la población. ¿Cuántos años habían pasado desde la gran epidemia? Ya no lo sabemos. A veces, por las noches, cuando nos reunimos a festejar a la noche en la aldea, tratamos de reconstruir algo bueno de aquella época, según cuentan los viejos textos que se conservan aún. Pero a medida que más pasaba el tiempo, más nos gustaba nuestro presente, nuestra risa y nuestras vidas, regadas con la lluvia y acariciadas por la brisa de la tarde. Sabíamos que no seríamos felices en aquella época; ni con sus ideas de soledad.

Un día, llegaron unos hombres de vestimentas raras a la aldea. Sus ropas eran extrañas y abultadas. Dijeron ser de una aldea en la luna. Nos pidieron disculpas por haber hecho una base cerca de la aldea, pero nosotros no nos enojamos. Dijeron que era necesario que ellos tuvieran una base en la tierra, ya que habían pasado varias generaciones en la aldea en la luna y necesitaban adaptarse nuevamente a la gravedad de la Tierra. Nos explicaron las razones por la cual ellos habían estado tanto tiempo allá arriba. Se habían aislado por el hecho de no tener la tecnología ni los materiales para descender, ya que habían sido abandonados, pero que ahora ya podían bajar; que todos esos años habían creído que no había nadie acá. Estaban felices de haber vuelto, pero no tenían intención de recrear su nueva vida con nosotros, ya que las cosas habían cambiado mucho y nosotros éramos felices. Éramos el pueblo de la tierra, y ellos eran el pueblo de la luna.

Les ofrecimos vino, y ellos nos ofrecieron algo que hacen allá. Bebimos vino, aquella noche de aquel día. Leímos poemas y reímos juntos, bajo las estrellas que brillaban con colores que reían también. Nos contaron que hay lugares en la Tierra donde hay gente; donde se bebe vino y se ríe también. Nos dijeron que hay como un millón de personas en total, pero que se sentían felices de vernos a todos contentos y riendo. Nos entregaron los nombres de los lugares y donde se encuentran dichas aldeas; y nos pidieron permiso para dar el nombre del lugar en donde se encuentra nuestra aldea, para darlo a conocer cuando ellos visiten a las otras. No nos opusimos, ya que las otras personas son iguales a nosotros, y pueden reír de la misma manera que lo hacen los abuelos de la aldea.

Un día, los hombres de la aldea de la luna nos dijeron que ya no volverían más; que se iban a las estrellas; a otros planetas para continuar investigando, y buscando respuestas a sus interrogantes. Además, buscarían un lugar para vivir. Les preguntamos las razones por las cuales ellos no podían vivir con nosotros, y ellos nos dijeron que la forma de vida que ellos llevan no es igual a la nuestra y habría muchas cosas que no entenderíamos unos de otros. Desde aquel tiempo ya no volvieron. Dejaron sus antiguas locaciones en la Tierra y en la luna. Nos habían dicho que dejaban, en cada aldea de la tierra, sus antiguas bases para que nosotros nos acordáramos de ellos y así, pudiéramos aprender de las cosas que dejaban. Dejaron libros y generadores de electricidad. Eso era lo más importante. Ya teníamos nuestra forma de ver el mundo y de entenderlo, por lo que los libros eran una referencia solamente de cómo pensaban los antiguos hombres. Pero en la luna habían dejado algo que, nos dijeron, no podían dejar acá en la Tierra.

Pasó el tiempo y con las demás aldeas ya teníamos contacto, gracias a los sistemas de comunicaciones dejadas en las bases. Aprendimos el lenguaje y las costumbres de cada aldea, y cada aldea aprendió las nuestras.

Con los años nos reunimos en un gran consejo, que se ubicó en un punto determinado de nuestro mundo, al que llamamos Tierra. Aprendimos mucho unos de otros; y juntos bebimos vino y reímos, bajo las estrellas que acompañaban a los aldeanos de la Luna, que un día estuvieron con nosotros.

Y llegó el día, en que pudimos volar por los aires y llegar más allá de nuestra Tierra. Llegamos a Selene, que era el nombre de nuestra luna, y encontramos las antiguas bases de aquellos primeros hombres que un día volvieron a la Tierra a reír y a beber vino con nosotros. En las bases construidas en la luna, encontramos muchas cosas interesantes: datos estelares; información sobre los minerales lunares; formas de hacer oxígeno; formas de crear agua; maneras de hacer las construcciones de una mejor forma, para aprovechar el espacio. En fin, muchas cosas. Pero, creemos, que el regalo que nos habían hecho, en realidad era algo más que una cosa material. En un lugar apartado de lo que es tecnología e investigación, había un pequeño jardín. Protegido de los rayos solares, bajo una cúpula de cristal de roca, y bañado por una capa filtradora, el jardín tenía, a pesar de todos esos años ahí, una hermosa variedad de plantas. Muchas de ellas habían sido creadas artificialmente para adaptarse a la gravedad lunar; pequeños insectos volaban y se arrastraban por varias partes del lugar; algunas aves volaban y cantaban aún; el aire era fresco y se respiraba la fragancia de una mañana de primavera en la juventud. Aunque pequeño, tenía su propio ecosistema cíclico y cerrado, trabajando perfectamente. Y en el centro de aquel jardín, se encontraba un bloque con un antiguo poema de miles de años:

Mientras bebo, solo, a la luz de la luna

Un vaso de vino entre las flores:

Bebo solo, sin amigo que me acompañe.

Levanto el vaso e invito a la luna:

Con ella y con mi sombra seremos tres.

Pero la luna no acostumbra beber vino,

Y mi perezosa sombra sólo sabe seguirme.

Festejemos, con mi amiga luna y mi sombra esclava,

Mientras aún es primavera.

En las canciones que entono vibran rayos lunares;

En la danza que ensayo mi sombra se aferra y deshace.

Los tres juntos, antes de beber, holgábamos;

Ahora, ebrios, cada cual va por su lado.

¡Regocijémonos muchas horas todavía,

En nuestro extraño festín inanimado,

Para encontrarnos al fin en el Río de las Nubes!

Li Po

En un principio no entendimos lo solos que se encontraban. Pero después, al revisar los datos dejados por los antiguos hombres, entendimos lo dichosos que se encontraron después de descubrir que no estaban solos. Pudieron ir a cualquier parte del universo, pero se quedaron con nosotros mucho tiempo, hasta que supieron que era la hora de irse y que el hombre de la tierra encontraría el camino que se creía olvidado. Desde ese momento nos dimos a una tarea, que supimos, era inevitable.

Llegado el momento, cuando los hombres de la Tierra fuimos uno, dejamos el mundo al cuidado de unos seres que habíamos creado en los laboratorios. Cuidarían el mundo que tanto nos había costado entender, recuperar y cuidar. Les enseñamos que el mundo era grande como para estar peleando por problemas pequeños, y que los problemas grandes se resuelven juntos. Creímos que viviríamos por siempre en nuestro pequeño mundo azul, pero las estrellas nos llamaban con sus canturreos de radio en los aparatos detectores de onda; nos llamaban con sus espectroscopias y radiaciones; nos llamaban desde nuestro más antiguo deseo de tocarlas. Así, dejamos el mundo y dejamos su luna. Dejamos la Tierra una tibia tarde de verano, y nos adentramos en el espacio infinito donde, en algún lugar, alguien nos esperaba para beber vino y reír, eternamente, en las mismas estrellas.