miércoles, 6 de abril de 2011

ERA UNA TIBIA TARDE DE VERANO

Cuando escribí este cuento, en 2004 -en la ciudad de Puebla en México-, la idea en mi mente estaba en una ciudad al sur de Chile llamada Valdivia. La ciudad en sí no era el personaje principal, sino toda su gente. Los sueños de niño y la esperanza del presente para el futuro, se mezclan en esta historia que, más que ciencia ficción, es lo que surge desde mis recuerdos. Por eso, si es que hay que dedicar este cuento, entonces lo dedico a la gente que conocí en Valdivia; a la gente que vive ahí, y a la gente que vivió en esta ciudad, y que provenía de distintos puntos del país.
Entonces...


Dedicado a las personas de Valdivia, originales y afuerinos; y a los que aun no han perdido el don de soñar.



Era una tibia tarde de verano. Los árboles estaban frondosos y se respiraba esa frescura que despiden las flores frescas recién regadas. La aldea estaba tranquila, con su gente caminando en las riveras del río, como era la costumbre todas las tardes por esas fechas. Desde la cabaña, ubicada en un cerro en las cercanías de la aldea, se podían ver todas las casas y más allá de los límites establecidos. Límites establecidos por lo de la demografía. Se podía calcular en unos trescientos habitantes el total de la población. ¿Cuántos años habían pasado desde la gran epidemia? Ya no lo sabemos. A veces, por las noches, cuando nos reunimos a festejar a la noche en la aldea, tratamos de reconstruir algo bueno de aquella época, según cuentan los viejos textos que se conservan aún. Pero a medida que más pasaba el tiempo, más nos gustaba nuestro presente, nuestra risa y nuestras vidas, regadas con la lluvia y acariciadas por la brisa de la tarde. Sabíamos que no seríamos felices en aquella época; ni con sus ideas de soledad.

Un día, llegaron unos hombres de vestimentas raras a la aldea. Sus ropas eran extrañas y abultadas. Dijeron ser de una aldea en la luna. Nos pidieron disculpas por haber hecho una base cerca de la aldea, pero nosotros no nos enojamos. Dijeron que era necesario que ellos tuvieran una base en la tierra, ya que habían pasado varias generaciones en la aldea en la luna y necesitaban adaptarse nuevamente a la gravedad de la Tierra. Nos explicaron las razones por la cual ellos habían estado tanto tiempo allá arriba. Se habían aislado por el hecho de no tener la tecnología ni los materiales para descender, ya que habían sido abandonados, pero que ahora ya podían bajar; que todos esos años habían creído que no había nadie acá. Estaban felices de haber vuelto, pero no tenían intención de recrear su nueva vida con nosotros, ya que las cosas habían cambiado mucho y nosotros éramos felices. Éramos el pueblo de la tierra, y ellos eran el pueblo de la luna.

Les ofrecimos vino, y ellos nos ofrecieron algo que hacen allá. Bebimos vino, aquella noche de aquel día. Leímos poemas y reímos juntos, bajo las estrellas que brillaban con colores que reían también. Nos contaron que hay lugares en la Tierra donde hay gente; donde se bebe vino y se ríe también. Nos dijeron que hay como un millón de personas en total, pero que se sentían felices de vernos a todos contentos y riendo. Nos entregaron los nombres de los lugares y donde se encuentran dichas aldeas; y nos pidieron permiso para dar el nombre del lugar en donde se encuentra nuestra aldea, para darlo a conocer cuando ellos visiten a las otras. No nos opusimos, ya que las otras personas son iguales a nosotros, y pueden reír de la misma manera que lo hacen los abuelos de la aldea.

Un día, los hombres de la aldea de la luna nos dijeron que ya no volverían más; que se iban a las estrellas; a otros planetas para continuar investigando, y buscando respuestas a sus interrogantes. Además, buscarían un lugar para vivir. Les preguntamos las razones por las cuales ellos no podían vivir con nosotros, y ellos nos dijeron que la forma de vida que ellos llevan no es igual a la nuestra y habría muchas cosas que no entenderíamos unos de otros. Desde aquel tiempo ya no volvieron. Dejaron sus antiguas locaciones en la Tierra y en la luna. Nos habían dicho que dejaban, en cada aldea de la tierra, sus antiguas bases para que nosotros nos acordáramos de ellos y así, pudiéramos aprender de las cosas que dejaban. Dejaron libros y generadores de electricidad. Eso era lo más importante. Ya teníamos nuestra forma de ver el mundo y de entenderlo, por lo que los libros eran una referencia solamente de cómo pensaban los antiguos hombres. Pero en la luna habían dejado algo que, nos dijeron, no podían dejar acá en la Tierra.

Pasó el tiempo y con las demás aldeas ya teníamos contacto, gracias a los sistemas de comunicaciones dejadas en las bases. Aprendimos el lenguaje y las costumbres de cada aldea, y cada aldea aprendió las nuestras.

Con los años nos reunimos en un gran consejo, que se ubicó en un punto determinado de nuestro mundo, al que llamamos Tierra. Aprendimos mucho unos de otros; y juntos bebimos vino y reímos, bajo las estrellas que acompañaban a los aldeanos de la Luna, que un día estuvieron con nosotros.

Y llegó el día, en que pudimos volar por los aires y llegar más allá de nuestra Tierra. Llegamos a Selene, que era el nombre de nuestra luna, y encontramos las antiguas bases de aquellos primeros hombres que un día volvieron a la Tierra a reír y a beber vino con nosotros. En las bases construidas en la luna, encontramos muchas cosas interesantes: datos estelares; información sobre los minerales lunares; formas de hacer oxígeno; formas de crear agua; maneras de hacer las construcciones de una mejor forma, para aprovechar el espacio. En fin, muchas cosas. Pero, creemos, que el regalo que nos habían hecho, en realidad era algo más que una cosa material. En un lugar apartado de lo que es tecnología e investigación, había un pequeño jardín. Protegido de los rayos solares, bajo una cúpula de cristal de roca, y bañado por una capa filtradora, el jardín tenía, a pesar de todos esos años ahí, una hermosa variedad de plantas. Muchas de ellas habían sido creadas artificialmente para adaptarse a la gravedad lunar; pequeños insectos volaban y se arrastraban por varias partes del lugar; algunas aves volaban y cantaban aún; el aire era fresco y se respiraba la fragancia de una mañana de primavera en la juventud. Aunque pequeño, tenía su propio ecosistema cíclico y cerrado, trabajando perfectamente. Y en el centro de aquel jardín, se encontraba un bloque con un antiguo poema de miles de años:

Mientras bebo, solo, a la luz de la luna

Un vaso de vino entre las flores:

Bebo solo, sin amigo que me acompañe.

Levanto el vaso e invito a la luna:

Con ella y con mi sombra seremos tres.

Pero la luna no acostumbra beber vino,

Y mi perezosa sombra sólo sabe seguirme.

Festejemos, con mi amiga luna y mi sombra esclava,

Mientras aún es primavera.

En las canciones que entono vibran rayos lunares;

En la danza que ensayo mi sombra se aferra y deshace.

Los tres juntos, antes de beber, holgábamos;

Ahora, ebrios, cada cual va por su lado.

¡Regocijémonos muchas horas todavía,

En nuestro extraño festín inanimado,

Para encontrarnos al fin en el Río de las Nubes!

Li Po

En un principio no entendimos lo solos que se encontraban. Pero después, al revisar los datos dejados por los antiguos hombres, entendimos lo dichosos que se encontraron después de descubrir que no estaban solos. Pudieron ir a cualquier parte del universo, pero se quedaron con nosotros mucho tiempo, hasta que supieron que era la hora de irse y que el hombre de la tierra encontraría el camino que se creía olvidado. Desde ese momento nos dimos a una tarea, que supimos, era inevitable.

Llegado el momento, cuando los hombres de la Tierra fuimos uno, dejamos el mundo al cuidado de unos seres que habíamos creado en los laboratorios. Cuidarían el mundo que tanto nos había costado entender, recuperar y cuidar. Les enseñamos que el mundo era grande como para estar peleando por problemas pequeños, y que los problemas grandes se resuelven juntos. Creímos que viviríamos por siempre en nuestro pequeño mundo azul, pero las estrellas nos llamaban con sus canturreos de radio en los aparatos detectores de onda; nos llamaban con sus espectroscopias y radiaciones; nos llamaban desde nuestro más antiguo deseo de tocarlas. Así, dejamos el mundo y dejamos su luna. Dejamos la Tierra una tibia tarde de verano, y nos adentramos en el espacio infinito donde, en algún lugar, alguien nos esperaba para beber vino y reír, eternamente, en las mismas estrellas.